jueves, 19 de febrero de 2015

Relato de Vida / Diana Rodríguez y Patricia Colmenarez Rodriguez


"No podía decir: mi hija es sorda"

Su única hija nació prematura y permaneció tres meses en terapia intensiva, donde adquirió una bacteria cuyo tratamiento le causó la pérdida total de la audición. Hoy, madre e hija logran comunicarse. / Humberto M. Pérez O. / Fotografía: Segnine Suárez.



   "Salí embarazada cuando tenía 18 años. Me deprimí muchísimo, porque lo menos que quería en ese momento era un bebé. Apenas estaba comenzando la carrera de Contaduría en la Universidad. Cambié los estudios y las fiestas por pañales y un hospital.

   Sentía como si me hubieran escrito el guión de mi vida: cada vez que llegaba tarde, en mi casa me decían "vas a salir con una barriga". Y así fue. No quería contárselo a nadie. Mi familia se dio cuenta porque siempre había sido muy delgada y empecé a engordar.

   El embarazo fue de altísimo riesgo... en los primeros meses empecé a manchar. Al sexto mes me mandaron reposo absoluto; sólo podía levantarme de la cama para ir al baño.

   Me había hecho exámenes y los médicos decían que tratarían de esperar hasta la fecha estimada de parto, pero hacía el séptimo mes no pudieron detenerlo más. Estaba en casa de mi hermana, sentí unos dolores de vientre horribles y me aterré. Fui al Hospital Central Universitario de Barquisimeto, pero no había camas ni incubadoras disponibles. Tenía que buscar otro centro... la niña  venía con los pulmones inmaduros y había que hospitalizarla al nacer.

   Un prima que trabajaba en el Seguro Social, al oeste de la Ciudad de Barquisimeto, consiguió que me trasladaran allá. Pasé toda la noche sangrando. Me quería morir. Había pasado más de 24 horas con unos dolores terribles que no se calmaban con nada. Finalmente, parí. Patricia nació la mañana del 23 de Agosto de 2000.

   Tuve lo que se denomina parto seco: sangraba, pero no expulsaba la placenta. Además, la niña era prematura, pesó un kilo y medio, tenía los pulmones inmaduros y un soplo en el corazón. Los médicos decían que sólo Dios podía ayudarme. Quedaba esperar y ver cómo reaccionaba a los tratamientos.

   Conocí a mi hija al día siguiente. No podía no cargarla, porque ella estaba en terapia intensiva e intubada. Sólo le tocaba la manito. Le llevé una cajita de música... y cuando terminaba de sonar ella abría los ojitos. Así sabía que reaccionaba.... y que me sentía.

   Su cuadro era muy complicado, porque había tenido un derrame pulmonar y el soplo en el corazón le impedía crecer. A los 15 días presentó una fiebre altísima que no se le bajaba. Le hicieron otros estudios y determinaron que había contraído la bacteria clepsiela.

   Pasaba todo el día en el hospital. Me recomendaban que permaneciera allí porque creían que no sobreviviría a la infección. Cada tres días le cambiaban el tratamiento porque no reaccionaba a los antibióticos. Hasta le eché agua bendita y le recé... por si fallecía.

   A los tres meses la dieron de alta. Me daba terror que se complicara, pero tenía mucho tiempo esperándola y estaba muy emocionada. Me había mudado a casa de una tía, porque Patricia necesitaba estar en un sitio que estuviese en excelentes condiciones.
Todas las semanas la llevaba a citas médicas. Estuve dedicada por completo a ella durante seis meses. Después empecé a trabajar... necesitaba dinero.

   Cuando Patricia tenía cerca de de un año sospeché que algo estaba mal. Su evolución no era la esperada... no pronunciaba ni una sola palabra. En la casa nos sorprendíamos de lo tranquila que era: podíamos tener un escándalo y ella dormía plácidamente.

   Acudí al médico, le hicieron una audiometría y el resultado fue concluyente: sordera profunda en ambos oídos. Enterarme de esto fue terrible. Me explicaron que cuando estuvo hospitalizada habían tenido que suministrarle tantos antibióticos para combatir la bacteria que perdió la audición.

   No sabía que podría sufrir esas secuelas... siempre me decían que lo importante era salvarle la vida. Por eso en ningún momento he sentido que alguien es responsable ni que hubo mala praxis médica.

   Al principio me costaba decir "mi hija es sorda", pero ya no: ahora la apoyo y hago todo lo posible por ayudarla. Si uno no acepta la discapacidad de sus hijos puede maltratarlos. De pequeña era muy terrible.... hasta se agredía. Le costaba tanto comunicarse que cuando no lo lograba se golpeaba. Cuando le veía un chichón sabía que había sido ella.

   Hacía señas naturales hasta que entró al colegio a los 3 años y aprendió formalmente el lenguaje de señas. Patricia llegaba de la escuela a decirme algo y nos desesperábamos porque no podíamos comunicarnos: ella no hablaba y yo no comprendía sus gestos. En mi afán de entenderla, aprendí el lenguaje. Hoy, ella habla un poco, podemos llevar una conversación con señas y cuando no, ella escribe.

   Los niños sordos no se dan cuenta de que son diferentes hasta que entran en la adolescencia. Ahora Patricia tiene 15 años. Hace unos días me preguntó: Mamá ¿Por qué soy sorda?, ¿Por qué no puedo escuchar?. Le dije que tenía esa limitación, pero que si podía hablar.

   A ella le gustaría asistir a una escuela regular. Yo le insisto en que use la prótesis, le doy ánimo y le repito que puede lograrlo, que puede hablar bien para estudiar en un colegio de oyentes. Es difícil, pero no imposible.

   Mi hija me ha enseñado a ver de modo distinto a los discapacitados, a ser más noble con ellos y a entender lo que sufren las madres. Tener un discapacitado en casa ayuda a comprender y respetar al de la calle. Yo veo que están maltratando a un sordo y me duele como si fuera mi hija".

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